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Aeropuerto y transformación territorial en la metrópoli

Oliver Sánchez Lara

Ha pasado un mes de una jornada electoral histórica en niveles de participación y resultados. El júbilo y la esperanza son medibles a partir de los resultados de la elección, pero también se pueden sentir y ver reflejados en las calles, en los semblantes de los habitantes de pueblos y barrios, en hogares y aulas. Se antoja un ambiente distinto y se palpan noticias con otro ánimo a la indignación que produjo el cementerio de tragedias que han dejado anteriores administraciones.

Sin embargo, las herencias son losas demasiado grandes y monstruosas como para omitirlas, como para no empezar a medir sus dimensiones y calcular el costo y las consecuencias que estas traerán. Entre todas las herencias, la más urgente y visible en el debate público es la vinculada al proyecto metropolitano de más dimensión y que afectará a la cuenca del valle de México como un todo: el nuevo aeropuerto.

No se trata solamente de una terminal aérea. En la zona centro del país está en marcha un proyecto de reordenamiento territorial que implica una fuerte inversión de capital trasnacional. Contempla numerosas y ecocidas vías de comunicación, agresivas formas de urbanización y la alteración de las cuencas y bosques que hasta ahora le han dado sustento y cobijo a las ciudades de México, Toluca, Cuernavaca, Pachuca y Puebla.

Los habitantes de estas ciudades nos acostumbramos a que los megaproyectos de infraestructura sean parte del paisaje cotidiano. Pasamos por las obras y nos lamentamos de los cortes de carriles que generan. Seguimos su avance a través de imágenes en medios de comunicación. Padecemos las obras pero poco sabemos de sus consecuencias.

En cambio en los pueblos, todo está de cabeza pues se está cambiando mucho y rápidamente. No podemos acostumbrarnos pues lo que se ve son millones de árboles talados, toneladas de tierra y cemento sepultando manantiales, cerros que desaparecen vertiginosamente; largas filas de unidades habitacionales con casas abandonadas por falta de servicios o de espacio porque “si entran los muebles nos quedamos afuera”; lugares sagrados que son tratados como estorbo.

Sabemos bien que la megalópolis de la Ciudad de México es una de las regiones más pobladas del continente y que demanda numerosos servicios de los pueblos y comunidades. Este hecho –pero sobre todo el conjunto de mensajes oficiales y el imaginario de progreso y modernidad que los acompañan– nos han llevado a que aceptemos prácticas deleznables como la especulación inmobiliaria y la construcción de numerosas e innecesarias vías de comunicación.

Vemos las obras y se nos dice que son la ventana del progreso, pero poco sabemos de sus consecuencias, poco sabemos de las manifestaciones de impacto ambiental o los dictámenes culturales hechos a modo. Ignoramos muchos de los actos de simulación que resultan de las licitaciones, y de cómo se ha inflado, aumentado, multiplicado el costo de cada proyecto. Si el discurso del combate a la corrupción fue la principal bandera de Andrés Manuel López Obrador, el proyecto megalopolitano es la primer zona de desastre donde debería dirigir su mirada.

Sin embargo, debatir la viabilidad de los proyectos en ciernes a partir de la corrupción implícita en ellos es insuficiente. Por ello, ningún pueblo o comunidad se está planteando poner a consulta la continuidad de las obras. Hay dos temas que son aun más importantes y tienen que ver con la violación de los derechos de los pueblos y comunidades, así como con las irreversibles consecuencias ambientales que traerían. La misma cantidad de habitantes concentrados en la megalópolis, testigos y espectadores de estas obras, aumenta la relevancia de los temas hídricos y ambientales en la región. Admiramos las obras y algunos, en nuestro transitar o en nuestros hogares, nos preguntamos por el futuro que le dejamos a nuestros descendientes.

Según cifras oficiales, durante la administración de Enrique Peña Nieto como gobernador del estado de México (2005-2011) se construyeron 158 kilómetros de autopistas. No hubo contradicción alguna entre los objetivos planteados a nivel de la entidad y en el plano federal. De hecho, desde sexenios atrás se emprendió una política de inversión en el sistema de comunicaciones y transportes del país.

Los intereses que hay detrás de este conjunto de obras se ubican en el capital financiero e inmobiliario nacional e internacional. Estos empresarios están en su papel: buscar mayores ganancias y reducir costos. El viejo régimen basó su continuidad y estabilidad en la alianza con este sector. Debido a ello, las más recientes administraciones de gobierno estatal y federal han procurado sistemáticamente la promulgación de leyes, decretos, acuerdos, convenios y concesiones que les favorecen. Con ello no solo han priorizado el enriquecimiento privado por sobre el bien común, sino que detonaron una dinámica económica en la que el desarrollo territorial es sinónimo de desigualdad, devastación y violencia.

El Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México en modo alguno es progreso y modernidad. Representa un proyecto faraónico y delirante que se plantean capitalistas para su propio beneficio.

Representa la validación y el retorno de formas corruptas y caciquiles de ejercer el poder y de dirigir recursos públicos para el beneficio de actores privados.

Representa tanto la corrupción e impunidad en el manejo de los presupuestos, como el autoritarismo implícito en la violación de los derechos políticos y territoriales de los pueblos originarios que habitan en la región. Representa el poder del dinero a costa del medio ambiente, del agua, el aire y las tierras que brindan cierta estabilidad a la ya de por sí caótica megalópolis.

Con el tema del aeropuerto y sus obras complementarias, no solo nos encontramos en una coyuntura trascendental sino frente a la primer prueba de fuego en la que se juega la continuidad del régimen anterior, o su ruptura que permita un diálogo hacia horizontes mucho más democráticos, con decisiones donde la sustentabilidad y autonomía estén por encima de la ambición de los más ricos y poderosos.

Así como a inicios de este siglo más que una alternancia vivimos una recomposición de la hegemonía en una forma bipartidista, el rumbo y –por lo tanto– el éxito o fracaso de la administración encabezada por Andrés Manuel López Obrador, se juega en la continuidad de proyectos heredados cuya validación nutriría la recomposición del viejo régimen.

De nosotros y de las decisiones que se tomen en la actual coyuntura dependen la estabilidad ambiental de la región, el respeto de los derechos políticos y territoriales de pueblos originarios, y el futuro que como país construyamos.

Oliver Sánchez Lara

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