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Repensar el agua en el Valle de México

David Barkin

Es tiempo de reflexionar. Acabamos de sufrir uno de los cortes de suministro del agua más impactantes de que se tenga memoria y de rechazar planes para construir un gigantesco aeropuerto en medio del sistema de regulación de aguas superficiales del cual depende la viabilidad hídrica de toda la cuenca de México.

La importación de agua de los sistemas del río Lerma y del Balsas (Cutzamala) ha transformado al Valle de México. El complejo sistema actual es presa de factores naturales, físicos y políticos no resueltos a pesar de múltiples propuestas y promesas incumplidas a las poblaciones impactadas (“donadoras”).

Se trata de millones de personas empobrecidas por estas extracciones, tanto entre los pueblos originarios del estado de México (mazahua), como los campesinos y otros pueblos en las cuencas por donde pasa el río Balsas. ¿Es inevitable seguir con este patrón de vulnerabilidad? ¿Es posible reordenar el sistema actual, enfrentar los abusos, corregir las deficiencias, y movilizar a la población para repensar su diseño, para enfrentar los retos? ¿Qué sería necesario hacer para atender las necesidades de la población y del ambiente del Valle de México?

Para empezar, habrá que cuestionar el diagnóstico oficial del problema: falta agua para responder a las necesidades de la población del Valle de México. Sin embargo, el paradigma oficial de resolver los problemas con “tubos y bombas” está probando que es caro e inadecuado.

Para tomar un solo aspecto, neurálgico: elevar por bombeo 15 mil litros por segundo desde la Tierra Caliente hasta el Valle de México requiere de 2 mil 280 millones de kwh de energía eléctrica, equivalente al consumo total de la ciudad de Puebla.

Hasta ahora, esta energía ha sido generada desde el sector público y gozado de subsidios federales. Sin embargo, en este momento la Comisión Nacional de Agua está licitando para entregar esta función a una empresa privada a precios del mercado.

Desde hace decenios, hay quienes cuestionan este paradigma. Uno de los más autorizados era el arquitecto y jefe de la delegación Cuauhtémoc, reconocido estudioso de la historia y equilibrio hídrico del Valle de México, Jorge Legorreta.

Desde sus tempranos trabajos en el Centro de Ecodesarrollo hasta sus últimos días como profesor en la Universidad Autónoma Metropolitana, documentó las raíces colonizadoras del actual modelo de manejo que desde finales del siglo XVI ha enviado las aguas de la cuenca al río Pánuco en el valle de Ixmiquilpan. Y de ahí, al Golfo de México.

En cambio, Legorreta insistió en la posibilidad de abastecer la Ciudad de México y sus alrededores con las fuentes disponibles en el propio valle, incluyendo el aprovechamiento de sus 45 ríos vivos. El más caudaloso es el Magdalena, con una aportación de mil litros por segundo.

Actualmente estamos expulsando 600 mil millones de litros de nuestros ríos y aguas pluviales. Esto equivale a 85 litros por día por habitante. Estas son las aguas que, al no darles su lugar, arrasan las laderas, llenan las calles, azolvan los drenajes y brotan como géiseres, encharcando hasta ser desalojadas por plantas de bombeo.

En los pasados 11 años hemos gastado 62 mil millones de pesos en los túneles (incluyendo 50 mil en el emisor oriente) requeridos para convertir nuestra principal zona de manejo de lluvias en una aerotrópolis.

Estamos a tiempo para poder cambiar este modelo. Se pueden retener 200 millones de litros anuales a través de la restauración de las tierras forestales y agrícolas en la parte alta de la ciudad, en donde la precipitación es mayor. Junto con la rehabilitación y saneamiento de las presas Guadalupe, Concepción, Madín y las 12 presas menores de la Ciudad de México. Así podríamos restaurar nuestros manantiales y ríos desecados y aumentar la recarga del acuífero.

Los otros 400 mil millones de litros podrían almacenarse en una serie de reservorios conectados por canales para su potabilización y distribución. Esto requerirá dar entre 12 y 15 metros de profundidad a nuestros cinco principales vasos lacustres y ocho lagunas de regulación, incluyendo a las de San Lorenzo Tezonco, Ciénega Chica y Grande, Miramontes, colector Churubusco y Gran Canal.

El lago Tláhuac-Xico, por ejemplo, que se va extendiendo sobre la zona más profunda de la cuenca, en donde la superficie se hunde 35 cm/año, permitiría proveer de agua potable a 1.2 millones de habitantes. Este proyecto fue aprobado el 15 de abril de 2010, en la Tercera Reunión Ordinaria del Consejo de Cuenca del Valle México. Casa Colorada, situada en la zona que iba a ser urbanizada por el NAICM, tiene una capacidad similar.

No solo expulsamos agua, sino materia orgánica, la cual extrae la planta de tratamiento en Atotonilco, del Grupo Carso, para la generación de energía (vía biogás) en beneficio de la propia empresa. Si retuviéramos estos nutrientes, después de un tratamiento fitosanitario, nos podrían ayudar a recuperar la soberanía alimentaria, así como la reconstrucción de suelos y proyectos de reverdecimiento en general.

La cancelación del NAICM es buen momento para cerrar los ciclos del agua en la cuenca. Contamos con los aproximadamente 6 mil millones anuales que hemos estado gastando en obras para terminar de desecar la cuenca en preparación para este megaproyecto. Cada lago con su potabilizadora tendría un costo aproximado de 5 mil millones; una vez funcionando nos ahorrarían unos 500 millones anuales en energía eléctrica, al reemplazar el bombeo del sistema Cutzamala.

En algún momento tendremos que lograr el cambio de modelo, y entre más pronto lo hagamos, menos será el costo económico, social y ambiental. Podemos poner un “hasta aquí” a la prepotencia de una tecnocracia comprometida con sus socios de la clase política. Es la hora de repensar el agua, de ponerla al servicio del pueblo con un nuevo paradigma que reorganice su abasto con una participación directa de la ciudadanía en su gestión y en su control.

David Barkin
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