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América Latina: el alto costo social de la energía

Fundación Heinrich Böll Stiftung

Cada vez más, el mundo se preocupa por la crisis climática. Las y los jóvenes salen a las calles para presionar a gobiernos y empresas para que tomen medidas efectivas para resolverla. Aunque en América Latina, en comparación con Europa, las manifestaciones en contra de la crisis climática son aún relativamente débiles, movimientos como Fridays for Future o Extinction Rebellion están germinando; ya los vemos en las ciudades y los países más grandes.

Sin embargo, aquí son mucho más fuertes y de mayor alcance las protestas y movimientos en contra de megaproyectos energéticos y mineros, por sus impactos negativos en el medio ambiente y en la población.

En América Latina, la energía se sigue generando principalmente a partir de fuentes fósiles y de grandes centrales hidroeléctricas. El sector energético produce casi la mitad (alrededor de 46 por ciento) de las emisiones de gases de efecto invernadero del subcontinente.

Si bien en años recientes la participación de las energías renovables en la matriz energética de la región ha aumentado, ésta es inferior a 16 por ciento. Al mismo tiempo, se impulsa la explotación no convencional de hidrocarburos, como el fracking.

Además de criticar las consecuencias ecológicas de la producción y el consumo de energía, debe ponerse énfasis en su costo social. Eso aplica para los productores de energía fósil y para los de energías renovables, que no son automáticamente la mejor opción en todos los sentidos.

Las numerosas protestas en América Latina muestran que la diferencia decisiva radica más en la escala de los proyectos de desarrollo que en la fuente de energía. Las duras críticas a las políticas energéticas de la región dejan claro que una política energética, para ser realmente sostenible, debe siempre tomar en cuenta el contexto social, así como considerar en igual medida los factores sociales, los económicos y los ecológicos.

Un buen ejemplo son las turbinas eólicas del istmo de Tehuantepec en México. En los pasados 15 años se instalaron en esta zona 28 parques eólicos que producen cerca de la mitad de la energía proveniente del viento del país.

Podría pensarse que ha sido un primer e importante paso hacia la transición energética y al desarrollo de las energías renovables. Sin embargo, es necesario mirar el otro lado de la moneda: los parques eólicos se extienden por una superficie de 100 mil hectáreas, antes utilizadas para el cultivo de maíz, sorgo y caña de azúcar, así como para el pastoreo; además, fueron construidos sin la participación y a pesar de las protestas de la población local, la cual denunció durante años la corrupción y los efectos económicos y ecológicos negativos de estos parques.

Esta población local es la que señala el crecimiento de la desigualdad social como un problema cada vez mayor.

En Brasil, la generación de energía para la zona norte del país, basada en proyectos hidroeléctricos de gran escala, permite abastecer al sureste, donde se encuentran los principales centros urbanos e industriales.

Así, las zonas que proveen de recursos naturales y humanos a estas grandes obras de infraestructura, que de por sí carecen de políticas públicas, resultan ser las más afectadas por la desigualdad socio-económica y por los impactos socio-ambientales. La ausencia de políticas públicas de salud y de seguridad para las mujeres y de vivienda y educación que respondan al aumento demográfico causado por las obras de infraestructura, genera nuevos focos de pobreza y violencia.

Por si fuera poco, la energía nuclear avanza nuevamente. Con un 3 por ciento, todavía tiene una participación marginal en la generación de energía en Brasil, pero el presidente Jair Bolsonaro ha declarado a la energía nuclear, en particular la explotación del uranio, una de las prioridades de la política energética de su gobierno.

Cabe destacar que en 1975 –todavía en tiempos de la dictadura militar–, Alemania y Brasil concretaron un Acuerdo de Cooperación Nuclear para Fines Pacíficos, que se renueva automáticamente cada cinco años si no se revoca con un año de antelación. Ambos países han evitado ejercer el derecho de revocación.

La agenda de la política energética de México también se encuentra enfrascada en las recetas del pasado e ignora los desafíos de la política climática del futuro. Así lo demuestran los intentos del presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador por sanar a la empresa petrolera estatal, Pemex, deteriorada por la corrupción y los malos manejos.

Para lograrlo, López Obrador no únicamente alude a los sentimientos nacionalistas, sino que reaviva una posibilidad de ingresos para el presupuesto federal. En este marco, el fomento a las energías renovables es marginal.

Colombia, no obstante la experiencia de planeación e instalación de proyectos eólicos en La Guajira, muestra que los mecanismos de participación para la protección de los derechos territoriales y culturales de los pueblos indígenas, basados en la Convención 169 de la Organización Internacional del Trabajo y en otros instrumentos de carácter nacional, resultan muy limitados si no existe la voluntad política para su aplicación; sobre todo, debido a su baja efectividad práctica y a las condiciones materiales que dificultan la libre participación de los pueblos indígenas.

Diversos grupos indígenas de Guatemala han tenido experiencias similares cuando se han defendido de los grandes proyectos mineros e hidroeléctricos y han exigido su derecho a la autodeterminación, así como al consentimiento previo, libre e informado sobre políticas y proyectos en sus territorios. En no pocos casos, el Estado ha respondido con la criminalización de activistas, de abogados y abogadas y de personas defensoras de derechos humanos.

Si revisamos el panorama de la situación energética en América Latina, veremos que la mayor parte de la energía se genera a partir de combustibles fósiles y que esta tendencia continuará durante los próximos 30 años. Esto no es una sorpresa, dados los grandes depósitos de combustibles fósiles disponibles en la región: petróleo en Venezuela, carbón en Colombia, petróleo y gas de esquisto en Argentina.

El megaproyecto argentino Vaca Muerta, el más grande de fracking de toda América Latina, ha causado graves daños ambientales, ha aumentado los riesgos a la salud para los trabajadores y para la población local, y ha lastimado la democracia del país, dada la criminalización de la resistencia al proyecto y la obstaculización del acceso a la información.

A pesar de esta situación, las energías renovables han ido adquiriendo mayor importancia en años recientes y hay impulsores de la transición energética.

El litio es una materia prima que hoy en día desempeña, a nivel global, un papel clave para la transición energética. Este mineral se utiliza en la fabricación de baterías de alta densidad energética para aparatos electrónicos, baterías a gran escala que estabilizan redes eléctricas y pilas para vehículos eléctricos o híbridos que permiten que las energías renovables estén siempre disponibles y que se reduzcan significativamente las emisiones de gases de efecto invernadero.

No obstante, la extracción de este “mineral maravilla” conlleva un alto precio medioambiental y social que paga, sobre todo, la población local.

En suma, es necesario entender la transición energética no solo como la sustitución de fuentes de energía, sino como el cuestionamiento crítico y, principalmente, la indispensable transformación de los modelos de producción, distribución y consumo dominantes en el mundo.

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