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El mito de las energías renovables

Carlos Tornel

El rápido despliegue de energías renovables es la piedra angular de las políticas públicas que buscan enfrentar la crisis climática. La Agencia Internacional de Energía (AIE) prevé que para el 2050 la capacidad instalada de energía renovable en el mundo representará dos terceras partes del suministro: las energías eólica y solar crecerán hasta 11 y 20 veces, respectivamente.

La transformación de los sectores industrial, de transporte y de la construcción también experimentarán cambios significativos, alcanzando reducciones de hasta 90 por ciento de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI).

De acuerdo con las estimaciones de la AIE, alcanzar la reducción de emisiones para mantener el incremento de temperatura por debajo de 1.5 °C implicará una acelerada extracción de minerales “críticos”.

Tan solo en las próximas décadas, la extracción de cobre, cobalto, manganeso y varios metales y tierras raras se multiplicará en al menos siete veces. La demanda de litio –uno de los metales claves para la electromovilidad– tendrá un incremento de hasta 42 veces al 2040, alcanzando un total de 1.5 millones de toneladas anuales en los próximos cinco años (un incremento de hasta tres veces el actual).

Aun cuando estas cantidades ya son difíciles de imaginar, algunos investigadores aseguran que estas estimaciones son conservadoras, pues tienden a dejar fuera los minerales necesarios para filtrar y extraer otros minerales, la demanda de la infraestructura eléctrica y de otros vehículos, como las bicicletas eléctricas.

Las estimaciones también tienden a dejar de lado el hecho de que las energías renovables aún dependen de los combustibles fósiles, en lo que se refiere a la construcción de la maquinaria necesaria para la extracción, la fabricación, el transporte, la construcción y el funcionamiento de sistemas de energía renovable a escala industrial.

Por ejemplo, la instalación de una turbina eólica requiere crear caminos, despejar el paisaje y toneladas de concreto y maquinaria pesada para su instalación, sin mencionar los combustibles necesarios durante su construcción (a partir del acero), su ensamblaje y desensamblaje después de 25-35 años de su vida útil.

Asimismo, producir un automóvil eléctrico implica la generación de hasta 38 por ciento más emisiones que uno convencional, sin mencionar que las redes eléctricas que tendrán que lidiar con el aumento en la demanda de electricidad aún dependen de forma importante del uso de combustibles fósiles.

A nivel global estos combustibles generan el 61 por ciento de la energía eléctrica y representan más del 80 por ciento del consumo final de energía.

La rápida demanda de estos minerales implica una reformulación de la carrera tecnológica, en la que varios actores compiten por la extracción de estos minerales con el fin de descarbonizar algunas economías lo antes posible.

Dicha descarbonización está expandiendo las fronteras de extracción, creando nuevas zonas de sacrificio, es decir, transfiriendo los costos de extracción a las periferias, tanto en el norte como en el sur, creando un nuevo extractivismo verde o un colonialismo climático en nombre de una transición “justa”.

La carrera por el suministro de los minerales necesarios para la transición se suma al paradigma de seguridad energética que tiende a presentar la transición energética como un reto meramente tecnológico fuera de la esfera política.

En México y en América Latina, la minería para la extracción de minerales y la ocupación de territorio para la generación de energía renovable son temas recurrentes de denuncia debido a los impactos socioambientales, en términos de la pérdida de biodiversidad, la contaminación del agua, la devastación del paisaje y las afectaciones a los derechos humanos de las comunidades.

Este último punto se puede analizar claramente a través de los instrumentos que rigen la aprobación de megaproyectos, los cuales están diseñados para legitimar decisiones ya tomadas, invocando el derecho a la consulta libre, previa e informada, pero deliberadamente ignorando las inequidades históricas, la marginalización y el desequilibrio de poder que persiste y define la situación de muchas de las comunidades.

En pocas palabras: las energías renovables están fosilizadas y dependen de cadenas de valor que reproducen sistemas de extracción violentos y desiguales. Hablar de energías renovables en este contexto parece paradójico, particularmente si consideramos que estas tecnologías se insertan en un sistema económico basado en la acumulación y la extracción que, al priorizar el crecimiento económico, terminará por mantener y crear nuevos patrones de violencia, despojo y acumulación.

Este modelo, conocido como capitalismo verde, se presenta como una alternativa al capitalismo fósil, cuando en realidad es directamente su continuación.

Cuando gobiernos, empresas y organizaciones celebran el despliegue de megaproyectos de energía renovable, sus bajos costos o sus “cobeneficios”, están celebrando, directa o indirectamente, el transportar los impactos a otros territorios con el fin de cumplir con objetivos abstractos como el desarrollo sustentable.

El gran despliegue de energía renovable que será necesario para cumplir con los escenarios de la AIE o para cumplir los compromisos de emisiones cero que anunciaron recientemente diversos gobiernos y empresas, tal vez prometa un futuro menos caliente pero no uno más justo.

Disipar el mito de la energía renovable es quizás el primer y más importante paso para transformar nuestra forma de entender y relacionarnos con la energía. No podemos mantener sociedades que se construyeron gracias a la vasta disponibilidad energética que aportaron los combustibles fósiles, sin combustibles fósiles.

El reto que enfrenta la transición energética no es el de encontrar tecnologías para sustituir el uso de combustibles fósiles, sino el de repensar seriamente para qué y para quién se produce y cómo se consume la energía. Así, patrones de conducta como la automovilidad tendrán que ser repensados y sustituidos por opciones no motorizadas; las distancias, las velocidades y los medios tendrán que cambiar.

Algunas actividades con alta intensidad energética tendrán que decrecer drásticamente (como la aviación y el comercio internacional), otras actividades tendrán que ser prohibidas (como la obsolescencia programada y el marketing), mientras que los ritmos de producción y de consumo tendrán que adecuarse a los estacionales y a las condiciones locales.

Es decir, la pregunta que resulta más apremiante ya no es si debemos descarbonizar o no, sino el cómo.

Carlos Tornel
Candidato a doctor en geografía humana
Universidad de Durham, Reino Unido
Correo-e: [email protected]