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Precariedad e inclusión energética en México

Rigoberto García Ochoa

La vida cotidiana de las sociedades modernas sería inimaginable sin energéticos y combustibles como la electricidad y el gas; sin embargo, raras veces pensamos que una proporción significativa de los hogares de México sufre la privación de los principales servicios que brinda la energía para satisfacer nuestras necesidades.

A este fenómeno se le conoce como pobreza energética y evidencia un problema de desigualdad social que afecta la calidad de vida y bienestar de las personas.

El acceso a la electricidad en las viviendas ha sido históricamente considerado como un indicador de desarrollo económico y social en los principales planes e instrumentos de desarrollo en México. De hecho, la meta 7.1 del objetivo 7 de la Agenda 2030 de Desarrollo Sostenible es alcanzar el acceso universal a la electricidad y, si consideramos que 99.2 por ciento del total de viviendas particulares habitadas en México tienen acceso a este energético, podríamos pensar que la pobreza energética es un tema marginal en nuestro país, ya que le falta muy poco para alcanzar dicha meta.

Si tomamos en cuenta que en 1960 solo 44 por ciento de los hogares mexicanos tenía acceso a la electricidad en sus viviendas, debemos reconocer que el alto nivel de electrificación actual (muy cercano al de los países desarrollados) refleja el esfuerzo realizado por el Estado mexicano durante la segunda mitad del siglo XX por mejorar la calidad de vida de la población.

Sin embargo, cometeríamos un error si pensáramos que el acceso universal a la electricidad conduce ineludiblemente a reducir la pobreza energética. El valor axiológico de la energía no radica en tener acceso a ella, sino en el hecho de que disfrutemos de los servicios que nos brinda para satisfacer nuestras necesidades.

Algunos de estos servicios son la iluminación y confort térmico de nuestras viviendas; actividades de ocio, entretenimiento, información y educación; higiene y limpieza; o bien la refrigeración, preparación y cocción de los alimentos.

Viviendo ya en la tercera década del siglo XXI, y siendo México un país globalizado y con una de las economías más grandes en el mundo, encontramos que 12.4 por ciento de las viviendas no cuentan con refrigerador, 27.2 por ciento no cuenta con lavadora, 47.9 por ciento no tiene acceso a internet, 62.4 por ciento no cuentan con una computadora y, además, en 10.1 por ciento de las viviendas sus habitantes usan leña o carbón como combustible para cocina.

Estos resultados evidencian que una proporción significativa de los mexicanos vive en pobreza energética, a pesar de que casi alcanzamos el acceso universal a la electricidad.

Este escenario de pobreza energética reivindica la dimensión social de la energía en la narrativa nacional y global del desarrollo sostenible; su narrativa se ha centrado demagógicamente en un discurso “verde” proambiental que ha olvidado a los más desfavorecidos.

Dicha narrativa incluso transmite la idea de que el desarrollo económico y social del mundo no desarrollado conduciría a un incremento insostenible de las emisiones energéticas globales, olvidando las profundas diferencias Norte-Sur.

Sin embargo, las emisiones anuales per capita de Estados Unidos son aproximadamente seis veces más grandes que las de México, y en términos absolutos, en solo 22 días Estados Unidos emite el mismo volumen de CO2 que México en un año.

Es decir que, si queremos alcanzar un desarrollo económico y social realmente equitativo y en armonía con el medio ambiente, debemos diseñar e implementar políticas públicas que incrementen la inclusión energética en los hogares de México y reduzcan en términos absolutos las emisiones.

Pero ¿cómo pasar del discurso a los hechos?

En primer lugar, debiéremos superar la visión de la Agenda 2030 respecto a la relación entre energía, pobreza y desarrollo sostenible. Alcanzar el acceso universal a la electricidad es sin duda una meta loable y necesaria pero insuficiente para mejorar el bienestar y calidad de vida de la población.

La realidad de México nos obliga a pensar en metas e indicadores más ambiciosos, para lo cual se requiere, en primer lugar, conocer cuántas personas en condición de pobreza energética hay y cuántas deberán superar esa situación en el futuro.

Esta visión cobrará aun mayor relevancia en la era pospandemia, ya que los servicios de energía asequible, segura y de calidad en los hogares serán cada vez más necesarios en un mundo globalizado; de manera especial, los servicios relacionados con el uso de las tecnologías de la información y el acceso a internet.

En segundo lugar, superar la pobreza energética en México no debe conducir unívocamente a un impacto ambiental negativo. Todo indica que las energías renovables tendrán una mayor participación en la matriz energética global y México no puede rezagarse en esta tendencia, sobre todo si consideramos el gran potencial de energía renovable que tenemos en la mayor parte de nuestro territorio, principalmente la energía solar.

De la misma manera, México ha logrado grandes avances en políticas de eficiencia energética, principalmente en lo que tiene que ver con el diseño y aplicación de normas oficiales de eficiencia en equipos y electrodomésticos, así como en los materiales y diseño de construcción de las viviendas para reducir las ganancias de calor.

En este sentido, pobreza, inclusión y transición energética deben ser parte de una estrategia integral plasmada en las políticas públicas de energía y desarrollo sostenible que se diseñen y apliquen en nuestro país.

En tercer lugar, la forma en que usamos los diferentes servicios de energía varía en el tiempo y el espacio en función de lo que culturalmente se percibe como un estilo de vida “normalmente” adecuado. Al respecto, México es un país social, cultural y territorialmente diverso, situación que se debe reconocer para evitar imposiciones (incluso colonizaciones) ideológicas y tecnológicas en torno a los servicios de energía.

Por ejemplo, uno de los indicadores más utilizados en el mundo para medir el grado de desarrollo social de un país es el porcentaje de hogares que usan gas o electricidad como combustible para cocinar.

Este indicador expresa una ideología que no reconoce la diversidad cultural de países como México, donde el uso de leña es común en ciertos segmentos de la población, por ejemplo, en los pueblos originarios y en localidades rurales, práctica que no se relaciona necesariamente con pobreza.

Más que imponer visiones universales sobre la pobreza energética, deben reconocerse estas diferencias respecto a la forma en que se usan los diferentes servicios de energía.

En conclusión, la pobreza energética es un fenómeno que afecta a una proporción significativa de los hogares mexicanos. Si reconocemos que los servicios de energía son necesarios para mejorar la calidad de vida, resulta evidente que es hora de diseñar e implementar políticas energéticas que incorporen equitativa e integralmente las dimensiones económica, social y ambiental para alcanzar un verdadero desarrollo sostenible. Solo de esta manera lograremos, como la propone la Agenda 2030 de Desarrollo Sostenible, que nadie se quede atrás.

Rigoberto García Ochoa
Profesor investigador de
El Colegio de la Frontera Norte
Correo-e: [email protected]