Vivir, todos, dentro de los límites planetarios
Luca Ferrari
Al comienzo de la tercera década del siglo XXI, el modelo de crecimiento continuo sobre el que se ha construido la civilización industrial y el capitalismo se enfrenta a tres grandes crisis.
- La primera es una crisis material que deriva de haber llegado al límite máximo de la extracción de energía y materias primas no renovables. El petróleo de mejor calidad y más asequible, así como los yacimientos minerales de más alta ley se están acabando y lo que queda es cada vez más difícil y caro de extraer.
- La segunda es una crisis ambiental, cuyo aspecto más conocido es el cambio climático que, sin embargo, es solo un aspecto del modelo extractivista dominante, que también produce deforestación, sobreexplotación de los océanos, destrucción de la biodiversidad y la contaminación de suelos, agua y aire.
- La tercera es una crisis social, patente en la creciente inequidad del consumo entre una minoría derrochadora y amplios estratos de la población en situación de pobreza que la globalización ha exacerbado.
La convergencia de estas crisis nos ha puesto en una situación de extrema fragilidad, que ha sido descrita como una crisis civilizatoria, algo que la economía neoclásica no es capaz de entender y la tecnología no puede solucionar.
La crisis material en la que nos encontramos se explica en buena medida por la ley de retornos decrecientes: siempre se explota primero el recurso de mejor calidad y el más fácil de extraer y, por ende, con mayor ganancia energética y económica.
Con el paso del tiempo, estos recursos comienzan a escasear, por lo que se incrementan los costos de extracción, energéticos y ambientales. La producción del petróleo de mejor calidad y con alta tasa de extracción, el llamado “petróleo convencional”, alcanzó su punto máximo en 2008.
La rápida subida del precio que le siguió estimuló la explotación del “petróleo no convencional”, más difícil y de peor calidad, ya sea por ser muy denso o sólido, porque no fluye y requiere de técnicas como la fracturación hidráulica (fracking) o porque se encuentra a grandes profundidades tanto en tierra como costa afuera; todo esto, con costos crecientes de producción.
En este sentido, la rentabilidad de la producción de energías fósiles ha cambiado drásticamente en los pasados 20 años y hoy necesitamos mucha más inversión y más energía para obtener la misma cantidad que en décadas anteriores.
Ni el crecimiento económico ni la civilización industrial podrán continuar con fuentes renovables. Esta civilización se ha construido sobre los combustibles fósiles, particularmente sobre el petróleo: fuentes no renovables y contaminantes pero concentradas y controlables, además de abundantes y baratas…, hasta el siglo pasado.
El capitalismo necesita de cantidades crecientes de energía y materias primas. El fin de la energía barata y el rebasamiento de la biocapacidad del planeta constituyen límites poderosos para el crecimiento y por ende para el sistema capitalista.
La falsa solución que proponen ahora las élites político-económicas occidentales con los “pactos verdes” (green new deal, green recovery, etcétera) es la de transitar a una economía sin petróleo y con un menor impacto ambiental sin cambiar el sistema basado en el crecimiento y el extractivismo.
Sin embargo, esto es imposible. La economía globalizada se basa en largas cadenas de suministro que atraviesan el planeta impulsadas por los derivados del petróleo. No existe ninguna alternativa tecnológica viable a la transportación pesada terrestre y marítima basada en el diésel porque las baterías más eficientes tienen una densidad energética entre 60 y 100 veces menor y el hidrógeno, que tiene que producirse, transportarse y volver a transformarse, tiene una ganancia energética mínima.
Por otro lado, la infraestructura para aprovechamiento de las fuentes renovables depende críticamente de los combustibles fósiles: desde el concreto y el acero de una torre eólica, la minería de minerales estratégicos para los paneles solares, los aerogeneradores y las baterías; los materiales plásticos incluidos en miles de productos.
Nada de esto sería posible sin el petróleo y el carbón. Además, por su intermitencia y baja concentración, los sistemas eólico y solar necesitan de 50 a 70 veces más espacio que los combustibles fósiles para obtener la misma cantidad de energía.
El querer producir grandes cantidades de energía por medio de renovables de manera centralizada tiene un gran impacto sobre el territorio y, aunado al impulso de la minería de cielo abierto de cobre, litio, cobalto, zinc, cadmio, tierras raras, provoca crecientemente conflictos socioambientales.
La energía renovable a escala industrial que pretende sustituir los combustibles fósiles no cambia el actual sistema extractivista y tiene efectos menores para el clima. Alemania, que genera casi el 40 por ciento de su electricidad con fuentes renovables, no ha disminuido de manera significativa las emisiones porque ha tenido que mantener la generación por carbón para suplir la intermitencia solar y eólica.
En el origen de la crisis civilizatoria que hoy atravesamos se encuentra la premisa de mantener un crecimiento infinito en un planeta finito. El crecimiento exponencial infinito –intrínseco del sistema capitalista y el modelo extractivista– es físicamente imposible, ambientalmente dañino y no ha logrado mejorar las condiciones de vida de la mayoría de la población mundial.
Los cambios tecnológicos no son suficientes para evitar una catástrofe climática, la destrucción de los ecosistemas y el agotamiento de los recursos: la escala de la economía también tiene que reducirse.
Los estudios científicos que han tratado de establecer cuáles serían los márgenes de un estilo de vida sustentable – capaz de ofrecer condiciones de vida dignas para todas las personas, evitando la pobreza energética, pero sin sobrepasar los límites biofísicos del planeta– apuntan hacia una disminución significativa del gasto energético global, actualmente de alrededor de 400 exajoules (EJ) anuales, hasta un promedio de 150 EJ para 2050.
Por supuesto, esto tiene que venir acompañado por políticas decididas de redistribución que permitan superar la pobreza energética al tiempo que limitan fuertemente el consumo del 10 por ciento más rico de la población, responsable del 50 por ciento de las emisiones de gases de efecto invernadero.
Para que la transición energética sea sostenible en términos materiales, sociales y ambientales necesitamos implementar un conjunto de políticas de decrecimiento, descentralización y relocalización que pongan al centro el bienestar de la población en lugar de la ganancia y el crecimiento del PIB.
Ejemplos de cambios sistémicos para un decrecimiento próspero incluyen: la promoción de economías regionales basadas en la producción y consumo a nivel local, de la mano con una mayor autonomía social y política; la producción de bienes duraderos que permitan un mayor reciclaje y reúso, poniendo fin a la obsolescencia programada; el impulso a una agricultura ecológica no dependiente de combustibles fósiles; políticas de disminución de la desigualdad y de acceso universal a salud y educación de calidad, y una simplificación administrativa por medio de la descentralización.
Esto puede sonar radical dado el status quo pero si queremos que la civilización humana sobreviva, no nos queda otro camino que reducir drásticamente nuestra intensidad energética.
Luca Ferrari
Centro de Geociencias, UNAM
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