Pueblos originarios, derechos colectivos y diversidad biocultural
Carlos H. Ávila Bello
La evolución de los seres humanos está indisociablemente ligada a la naturaleza. Aún con los sorprendentes avances de la tecnología, dependemos para nuestra sobrevivencia de procesos como la fotosíntesis que realizan plantas y bacterias.
Hemos transformado la naturaleza para adaptarla a nuestras necesidades; inventamos, en diferentes partes del planeta y bajo condiciones ambientales muy diferentes, la agricultura. Con ello se domesticaron un amplio número de animales y plantas que se intercambiaron y que luego, por efecto de invasiones, conquistas e intercambios comerciales, se dispersaron por todo el mundo.
Así, el maíz, domesticado por los pueblos mesoamericanos, hoy es el cultivo más importante del mundo; la papa, de las culturas andinas, también es de importancia mundial; a América se trajeron rebaños de ovejas, chivos, gallinas, ganado vacuno que cambiaron para siempre extensos paisajes de nuestro continente. La lista es interminable.
Al comparar el mapa de localización de las zonas campesinas del mundo de Eric Wolf, con el de centros de origen de las plantas cultivadas de Vavilov, sorprende su coincidencia y similitud (Figura 1).
Actualmente, estas regiones son, en su mayoría, pobres, sometidas a cruentas guerras o procesos de migración. Un drama humano sin precedentes que amenaza el patrimonio natural, la agrobiodiversidad y el conocimiento tradicional de los pueblos originarios y campesinos del mundo.
El conocimiento, prácticas y diversidad biocultural que aún conservan los pueblos originarios y campesinos son una excelente opción ante la amenaza que representan el cambio climático, la pérdida de diversidad biológica, el colapso de los ciclos biogeoquímicos, las diferentes enfermedades provocadas por el consumo de alimentos ultra-procesados, la pobreza y la desigualdad, que el capitalismo ha provocado desde la revolución industrial.
Los seres humanos que han habitado las zonas campesinas en los centros de origen han establecido relaciones coevolutivas con la naturaleza. Gracias a la observación meticulosa de muchos fenómenos ecológicos han identificado nichos en los que se pueden auspiciar, domesticar y cultivar diferentes especies vegetales y animales, generando conocimiento, ciencia tradicional empírica. Ello ha dado forma y origen a la diversidad biocultural, al lenguaje, a muchas áreas del conocimiento y a técnicas que se transmiten de generación en generación.
La riqueza vegetal, alimenticia, animal y medicinal es objeto de atención y ambición por empresas nacionales y transnacionales, especialmente ahora que hemos rebasado los límites de la capacidad de carga del planeta en muchos ecosistemas y agroecosistemas. La razón de esta ambición es su valor estratégico en el contexto de la globalización, el debilitamiento del Estado, el avance de la biotecnología, la ingeniería y edición genética, el sistema internacional de patentes, así como la imposición de leyes, acuerdos internacionales y políticas públicas que posibilitan a grandes empresas y particulares enajenar, adueñarse y patentar la diversidad biológica y cultural, con el objetivo de dominar la producción de alimentos, medicinas, plantas ornamentales y cosméticos.
Las plantas medicinales son un ejemplo de ello. México cuenta con cerca de 4 mil 500 especies diferentes usadas en la medicina tradicional, segundo lugar mundial después de China (5 mil especies).
Muchos acuerdos internacionales vulneran la independencia y seguridad nacional, así como el derecho colectivo de los pueblos originarios a conservar los recursos genéticos (RG), usarlos y distribuirlos según su cultura.
Con base en diferentes acuerdos internacionales, como el Convenio de Diversidad Biológica, se ha pretendido “la conservación de la diversidad biológica, la utilización sostenible de sus componentes y la participación justa y equitativa en los beneficios que se deriven de la utilización de los RG.
Y ello mediante, entre otras cosas, un acceso adecuado a esos recursos y una transferencia apropiada de las tecnologías pertinentes, teniendo en cuenta todos los derechos sobre esos recursos y a esas tecnologías, así como mediante una financiación apropiada” (CDB, 1992, Artículo 1.).
Respecto al derecho de los pueblos indígenas a la biodiversidad y al conocimiento tradicional (CT), en 2010 se estableció el Protocolo de Nagoya, documento complementario al CDB. Sin embargo, el enfoque es totalmente economicista: lo que se pretende es integrar la diversidad biológica y el CT a los negocios.
Por ejemplo, las comunidades donde se ha aplicado el Protocolo de Nagoya han logrado obtener de 0.1 a no más de 2.5 por ciento de las ganancias económicas derivadas del uso de los RG y el CT; quienes han conservado, mantenido y mejorado, hasta la actualidad, todos las plantas cultivadas y la biodiversidad vinculada con el uso de la naturaleza, son los pueblos originarios y no las empresas interesadas solo en hacer “negocios”.
En su obra The dialectical biologist, Levins y Lewontin (1985, Harvard Univ.), destacaron que la ciencia tradicional puede ser considerada la base de una agricultura genuinamente sustentable.
En este sentido, México y su agricultura campesina tienen mucho que aportar. Si se quiere tener un futuro para la humanidad y los demás seres vivos con los que compartimos el planeta, un aspecto fundamental es reconocer en la Constitución los derechos colectivos, entender y respetar la cosmovisión, los usos y las costumbres de pueblos indígenas, comunidades campesinas y sus territorios; reconocer las prácticas tradicionales colectivas de trabajo y solidaridad entre las comunidades.
Toda ley aplicable a las semillas y diversidad biológica se debe discutir y consensuar de manera representativa, por medio del consentimiento libre, previo e informado. Ninguna ley o acuerdo internacional debe criminalizar el intercambio libre de semillas entre los pueblos originarios y campesinos, y se debe prohibir la entrada, siembra y comercio de semillas transgénicas en todos los países que son centros de origen y cuyos pueblos originarios han conservado y diversificado hasta la fecha los diferentes cultivos de los que se alimenta el mundo, junto con sus parientes silvestres.
También se debe legislar para prohibir cualquier biotecnología que ponga en peligro la diversidad biocultural en los territorios de los pueblos originarios; los gobiernos nacionales deben prohibir a empresas nacionales y trasnacionales poner en riesgo, destruir, apropiarse o patentar los RG de los pueblos originarios, el conocimiento tradicional, los agroecosistemas, los paisajes rurales. En resumen, la diversidad biocultural en toda su expresión.
Particularmente se deben respetar la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas y el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, sin supeditar este marco a arreglos nacionales ni subnacionales.
Solo así, con un marco jurídicamente vinculante con los derechos de los pueblos originarios se garantizará que el CBD o el Protocolo de Nagoya no incurran en violaciones a los derechos humanos.
Se debe profundizar la transición agroecológica ejerciendo el derecho colectivo a la alimentación sana, segura y adecuada, con base en la identidad cultural de cada pueblo, como estrategia política para lograr la autonomía alimentaria desde lo local; promover y fortalecer la participación directa de las mujeres de los pueblos y comunidades indígenas y campesinas en la toma de decisiones relacionadas con la reglamentación acerca de recursos genéticos y conocimiento tradicional.
Carlos H. Ávila Bello
Centro de Estudios Interdisciplinarios en Agrobiodiversidad, Universidad Veracruzana
Correo-e: [email protected]