Desmitificando la ilusoria narrativa del capitalismo “verde” — ecologica
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Desmitificando la ilusoria narrativa del capitalismo “verde”

Álvaro de Regil Castilla

El hecho de que vivamos bajo la dictadura del mercado no significa que éste no trabaje para disminuir la creciente conciencia sobre su naturaleza depredadora. Lo hace presionándonos para que lo apoyemos y para que creamos que siempre progresa en beneficio de todos, encontrando soluciones a todos los obstáculos que le ponen los humanos o la naturaleza. Su implacable propaganda intenta convencernos de que el capitalismo y el estilo de vida hedonista que inculca son sostenibles.

Quienes mueven los hilos del paradigma mercadocrático se esfuerzan por mantener viva la fantasía prometeica (innovativas y muy ingeniosas) de que sus proezas tecnológicas domesticarán al planeta, controlarán el cambio climático y sostendrán el estilo de vida consumista de las generaciones futuras, ahora que sus efectos y la ruptura de otros límites planetarios empiezan a emerger en la conciencia de una creciente mayoría. El mensaje implícito es que la gente vivirá en la dicha, disfrutando de un alto nivel de vida material y consumiendo tantos recursos de la Tierra como puedan permitirse, cortesía de la soberbia tecnológica del siglo XXI.

Esta narrativa está anclada en el virtuosismo de la “cuarta revolución industrial” (4RI) y sus proezas tecnológicas, como la inteligencia artificial, el aprendizaje de máquina, los drones autónomos y de movilidad aérea urbana, los sistemas de vigilancia y la robótica, entre otros. La idea es pasar de la actual revolución digital a la 4RI, que promete cumplir muchos de los llamados objetivos de desarrollo sostenible.

La supuesta 4RI y sus aplicaciones se están utilizando para preservar la esfera mercadocrática lanzando “el gran reinicio”. Presentado como la solución a los problemas existenciales de la humanidad, el Foro Económico Mundial (FEM) de Davos, Suiza, posiciona este” reinicio” como la forma en que las sociedades deben hacer frente a nuestros problemas existenciales de sostenibilidad. La pretensión es reestructurar completamente a la sociedad hacia un nuevo paradigma capitalista, anclado en la 4RI:

“A medida que nos adentramos en una ventana de oportunidad única para dar forma a la recuperación, esta iniciativa ofrecerá ideas para ayudar a informar a todos aquellos que determinan el futuro estado de las relaciones globales, la dirección de las economías nacionales, las prioridades de las sociedades, la naturaleza de los modelos empresariales y la gestión de un patrimonio común global. Basándose en la visión y la vasta experiencia de los líderes comprometidos en las comunidades del Foro, la iniciativa Gran Reinicio tiene un conjunto de dimensiones para construir un nuevo contrato social que honre la dignidad de cada ser humano Tendremos un mundo más enfadado pero la 4RI impactará completamente en nuestras vidas, nos cambiará realmente a nosotros, nuestra propia identidad, lo que por supuesto dará vida a políticas y desarrollos como el tráfico inteligente, el gobierno inteligente, las ciudades inteligentes”.

El argumento se presenta como una idea para el bien de la gente y los bienes comunes globales. Pero, ¿con qué autoridad pretenden impulsar una iniciativa que cambiará nuestras vidas por completo, así como nuestras propias identidades? En plena congruencia con la mercadocracia, ¿con qué autoridad pretenden “construir un nuevo contrato social”? ¿Han preguntado a los demos si queremos tecnologías que nos privarán de nuestra identidad y nuestra dignidad? Se trata de una absurda y cínica iniciativa para acelerar la implantación de la 4RI estrictamente desde la perspectiva de la élite global para maximizar su riqueza y poder.

Esta narrativa es coherente con la solución profusamente avanzada por los gobiernos, a saber, los “nuevos tratos verdes” de Estados Unidos y la Unión Europea. El contexto es la idea del “lavado verde” para resolver los problemas ecológicos manteniendo intacta y bajo control la naturaleza del capitalismo. Éste promete reducir las emisiones de CO2 manteniendo un crecimiento incesante, un consumo sin fin y una enorme desigualdad, lo que constituye una evidente contradicción: la promesa de resolver el problema manteniendo la causa directa del mismo. El contexto subyacente del “green new deal” está anclado en una economía capitalista. Sus objetivos incluyen lograr las reducciones de gases de efecto invernadero y de emisiones tóxicas necesarias para mantenerse por debajo de 1.5 0C de calentamiento mediante una “transición justa y equitativa de los trabajadores”, que incluya la creación de millones de empleos sindicales buenos y bien remunerados y el fomento de los convenios colectivos.

El abismo entre lograr una transición justa y permanecer en un entorno de trabajadores y la creación de millones de empleos sindicales de “altos salarios”, que implica una relación capital-trabajo, valor de cambio, cadenas de suministro globales de explotación laboral, crecimiento económico y consumo incesante de recursos y de bienes y servicios, es sorprendente.

Por supuesto, el proyecto de ley no explica cómo pretende reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y tóxicos y al mismo tiempo permanecer en un entorno capitalista que requiere un crecimiento incesante para la acumulación de capital. La palabra decrecimiento, referida a la reducción de la producción y el consumo, no existe en el documento.

La verdad fundamental que echa por tierra tal narrativa se basa en el simple sentido común, debidamente respaldado por las ciencias naturales o la física. La humanidad no puede reducir drásticamente las emisiones de CO2 sin reducir drásticamente la producción y el consumo, porque estos, junto con el crecimiento de la población, son los principales impulsores no sólo de las emisiones de gases de efecto invernadero, sino de toda la fractura planetaria causada por la transgresión capitalocéntrica de nuestros nueve límites planetarios.

Si la naturaleza del capitalismo es la producción y el consumo incesantes para satisfacer la acumulación de riqueza entonces permanecer dentro del espacio seguro de nuestros límites planetarios bajo el capitalismo es intrínsecamente insostenible. Todos los seres vivos interactúan metabólicamente con la naturaleza para mantenerse. Toman nutrientes de sus ecosistemas y, en esta interacción, “ayudan” –consciente o inconscientemente– al planeta a reponer sus recursos para que se mantenga un equilibrio sostenible.

Las acciones de todas las especies en esta interacción y las condiciones impuestas por la naturaleza transforman los procesos y los resultados de sus intercambios dinámicos. Esto constituye las interacciones metabólicas entre todas las especies y la naturaleza. Los humanos, como otra especie, también tenemos una “interacción metabólica con la naturaleza”.

Como dependemos de la naturaleza para mantenernos y reproducirnos, nuestra actividad interactúa con los ecosistemas en los que actuamos y, combinada con las condiciones impuestas por la naturaleza, produce resultados que influyen en los ecosistemas y pueden transformarlos. A medida que tomamos conciencia de nuestra relación social mutuamente dependiente con la naturaleza, podemos intentar mantenerla cuidando nuestro planeta, tratándolo como a un amigo y nuestro hogar, o podemos no hacerlo, como ocurre con el capitalismo.

Para que el capitalismo prospere y cumpla todos los sueños de la élite que lo impulsa es necesario el consumo infinito de recursos y la transgresión de estos límites, haciendo caso omiso del hecho irrefutable de que vivimos en un planeta con recursos finitos, lo que convierte al sistema mercadocrático en delirante y totalmente insostenible.

Los científicos lo saben desde el siglo XIX. La soberbia tecnológica no puede abolir las matemáticas de la acumulación capitalista ni las leyes de la termodinámica. Su segunda ley establece que la transformación de la energía no es completamente reversible (la transformación de una cantidad de energía en desperdicios).

Por lo tanto, no es posible no tener consecuencias en la economía, que se basa en dichas transformaciones. Si la economía hubiera reconocido la naturaleza del proceso económico, podría haber sido capaz de advertir a sus colegas para la mejora de la humanidad –las ciencias tecnológicas– que lavadoras, automóviles y superjets ‘más grandes y mejores’ deben conducir a una contaminación ‘más grande y mejor’, escribió Georgescu Roegen.

Si no fuera por esto, todos los seres vivos de este planeta podrían consumir los recursos del planeta eternamente sin que se agotasen. Y aunque la tecnología puede aumentar la eficiencia energética para reducir la huella ecológica de la actividad económica, aumenta exponencialmente el uso de nuevas tecnologías que incrementan el impacto medioambiental.

Es la paradoja del efecto rebote. Una mayor eficiencia, paradójicamente, se convierte en una mayor utilización del recurso.1 Por ello, la narrativa predominante de que no tenemos que preocuparnos porque la tecnología nos permitirá continuar con nuestras vidas consumistas porque, por ejemplo, la sustitución de nuestros vehículos de gasolina por otros cargados con litio resolverá el problema, es un engaño deliberado para proteger el régimen mercadocrático y mantenernos inconscientes de la causa raíz.

De aquí que capitalismo y sostenibilidad sean una incoherencia. Son totalmente incompatibles, ya que el primero exige un crecimiento incesante mientras que el segundo requiere una disminución drástica de nuestra huella ecológica hasta que alcancemos un estado estacionario que pueda sostenerse permanentemente a lo largo de muchos siglos.

Los grilletes de la adicción al consumismo

El capitalismo es tan resistente que ha potenciado un ambiente mercadocrático adornado con la parodia de la democracia representativa que padecemos. Empero, su poder de embrujo apela con fuerza a nuestros instintos más individualistas y egoístas. Lo hace precisamente a través del encanto del consumismo, condición indispensable para que el capitalismo exista, prospere y se sostenga.

De este modo, este entorno nos ha despojado de nuestra identidad y nos ha reducido a meras “unidades de consumo” instrumentales al servicio del sistema. Nuestra escala de valores y nuestro carácter moral general están anclados en el consumo, que debemos practicar a diario para existir, ya que se nos ha inculcado una cultura consumista.

¿Qué es el consumismo?

El consumismo es un acto de devoción a la religión del régimen mercadocrático, una especie de semidiós que nos bendice cada día con la gratificación instantánea que obtenemos al consumir lo que compramos. Lo hacemos inconscientemente, profesando lealtad a los deseos que creemos que llenarán el vacío creado por el mundo abrumadoramente materialista en el que vivimos.

En un mundo así, nuestros instintos humanistas se suprimen en favor de una escala moral anclada más en lo que tenemos que en lo que hacemos –como en el dilema planteado por Erich Fromm en Tener o ser, entre la cultura del tener y la cultura del ser– para sentir que existimos. Vivimos y morimos por nuestra capacidad de tener y, por tanto, de existir.

En lugar de sociedades democráticas, nos hemos convertido en sociedades de consumo por dos razones principales, que proporcionan un proceso autorreforzador de producción y consumo que beneficia a la acumulación de capital. En primer lugar, las sociedades de consumo son esenciales para que el capitalismo exista y prospere.

Es una condición indispensable para la reproducción y el implacable y creciente proceso de acumulación capitalista global. La segunda razón es inherente a nuestra transformación de seres humanos a unidades de consumo alienadas, en las que nuestra capacidad de consumir es la única forma que tenemos de existir y de sentir que nos hemos ganado un lugar en este mundo. Esto se materializa en la combinación del disfrute de la vida burguesa (para quienes pueden permitírsela) y la lucha por sobrevivir y competir para convertirse en miembros de la burguesía –las clases consumidoras medias y altas– para quienes aún no han alcanzado ese nivel, los socialmente considerados pobres y desposeídos.

Todos necesitan existir, así que todos compiten por adquirir la capacidad de consumir para tener. Es un comportamiento parecido al síndrome de Estocolmo, en el que las personas con cierto grado de conciencia sobre la vacuidad de los valores de consumo deciden apostar por aumentar su consumo y sus posesiones tanto como puedan permitirse, tras considerar que el sistema es imbatible. De este modo, las necesidades existenciales de las personas y la necesidad de acumulación del capitalismo se refuerzan mutuamente, haciendo de la mercadocracia un paradigma muy resistente.

Como en muchas religiones en las que se nos promete otra vida si vivimos la actual como buenas personas y de acuerdo con las enseñanzas del credo que profesamos, el consumismo actúa como un señuelo, una promesa, ofreciéndonos una identidad existencial materialista y la felicidad a través de un estatus social admirable si nos adherimos fielmente a la práctica religiosa del consumo.

Los grilletes de la adicción al consumo

El poder del paradigma mercadocrático nos ha colocado en una trampa existencial. Esto nos ha privado de nuestra identidad y dignidad, con una creciente desigualdad, imponiendo a miles de millones de personas una vida de indigencia y explotación, y la aparición de miles de millones de precarizados y desposeídos, donde la mayoría de nosotros, en mayor o menor grado, hemos jurado lealtad, como zombis, a una especie de credo existencial consumista.

Si la mercadocracia es tan descaradamente injusta, inhumana y depredadora, y apuesta por nuestros instintos más perversos de egoísmo y hedonismo, ¿por qué la gente no se rebela contra los grilletes del consumismo, sino que permanece inconscientemente fiel a la trayectoria de perdición del sistema actual? Malm propone, como algunas de las razones, un estado de negación organizado y colectivo, la complejidad del carácter abstracto de la crisis planetaria, la inconveniencia que plantea la idea de que lo que hacemos al consumir los recursos de la Tierra contribuirá a matar a seres humanos y no humanos en otros continentes, sobre todo cuando hay enormes distancias entre víctimas y victimarios, y la percepción de que nos enfrentamos a un problema sin solución en el que chocaríamos contra un muro de ladrillo. Malm se pregunta por qué nos resignamos a ese destino, e incluso lo consentimos explícitamente.

Propone que lo hacemos por el poder de un sistema de ideas que está tan profundamente arraigado en la propia materialidad de la sociedad burguesa que resulta invisible, inaudible, aplastantemente eficaz porque no se enuncia y se da por sentado.

Esto nos incapacita para actuar contra las fuerzas que han tomado el control de nuestras vidas, de la sociedad y de cómo se trata y cuida el planeta. Malm propone el Aparato ideológico del Estado de Louis Althusser para abordar el problema. El aparato recluta a sus súbditos por interpelación o llamando, “oye, tú ahí”. Si te das la vuelta, has sido reclutado. Así, si te enseñan a apreciar el valor de uso de un producto o servicio, como la calefacción central o el transporte individual o la última prenda de moda, es la mercancía material la que realiza la interpelación magnética. Nos convertimos en partícipes de la mercadocracia, en complacientes receptores de sus beneficios y bendiciones, y en súbditos del acto de consumo.

Este ritual material fomenta una lealtad tan profunda que se vuelve inconsciente, tan complejo que si nos despojan de ella, perdemos nuestro ser, para consumir, para tener, para existir. Nos convertimos en sujetos complacientes del sistema y ajenos a sus daños corrosivos.

Hoy, la publicidad nos interpela cada segundo del día. Pero es tan poderosa que también nos interpela la presión de grupo y el “deseo” inculcado por el sistema de buscar un estatus social más significativo teniendo más posesiones. Si no expresamos nuestros símbolos de estatus, perdemos nuestro sentido de la identidad. En las sociedades consumistas actuales se nos anima activamente a expresar nuestro sentido de identidad a través de nuestras posesiones materiales, y perderlas puede significar, por tanto, perder nuestro sentido de identidad.

La psicoanalista Sally Weintrobe propone esto como un factor crítico detrás de la inacción popular ante el cambio climático. Somos lo que somos por lo que tenemos, no por nuestras cualidades y valores intrínsecos. Por ello, como creyentes practicantes de la mercadocracia, que exige una espiral interminable de producción/consumo/acumulación, nos vemos arrastrados a un consumo cada vez mayor. Si perdemos nuestro poder de consumo, dejamos de existir.

No somos más que unidades de consumo, zombificadas por la religión mercadocrática que nos posee como un semidiós. Hemos sido ungidos como súbditos y despojados de nuestro ser como parte de la naturaleza. Así que nos resignamos a nuestro destino de perdición.

Malm sostiene que esta condición es aun más pronunciada entre los más ricos. Si se es miembro del precariado, puede haber una reacción positiva para contrarrestar la interpelación, oponerse a la mercadocracia, convertirse en un hereje del mercado.

La eficacia de la contra-interpelación es directamente proporcional al poder adquisitivo, escribe Malm. Así, las clases medias y altas del Norte y del Sur Global prefieren ignorar las crecientes advertencias sobre el cambio climático y la fractura planetaria, y se resisten incluso a las políticas que tratan de mitigar sus causas profundas. En cambio, los desposeídos tienen poco que perder si reaccionan contra el sistema, si no conducen ni viajan, y si sólo consumen apenas lo necesario para sobrevivir en los márgenes del sistema.

Por consiguiente, la única solución real es reducir drásticamente el consumo utilizando la lógica del mercado. Sólo organizando un movimiento revolucionario de no cooperación, de frugalidad, de boicot permanente, construyendo al mismo tiempo un bien común sostenible, anclado en los principios de geocracia, “gobierno por la Tierra”, un paradigma ecosocial.

Sólo una pequeña porción de la humanidad es responsable

Los consumidores pudientes son los precursores del Antropoceno, ya que son responsables de la inmensa mayoría de las emisiones de dióxido y, por tanto, del traspaso de otros límites planetarios. Esto es especialmente cierto en el Norte Global, pero también en las clases altas del Sur Global que aspiran a emular los estilos de vida y principios consumistas del Norte. Según un estudio reciente, el 10 por ciento más rico de la población mundial fue responsable del 52 por ciento de las emisiones de carbono acumuladas entre 1990 y 2015, agotando el presupuesto mundial de carbono en casi un tercio, mientras que el 50 por ciento más pobre fue responsable de sólo el 7 por ciento de las emisiones acumuladas y utilizó sólo el 4 por ciento del presupuesto de carbono disponible.

Otro estudio concluye que las personas acomodadas, las más reticentes a poner fin a su fidelidad al credo mercadocrático, constituyen la fuerza motriz fundamental responsable de la fractura planetaria.

Otra evaluación, que profundiza en los obstáculos psicosociales para sustituir la cultura dominante del consumismo, lo contempla desde la perspectiva de la teodicea secular, de forma similar a mi afirmación de que el capitalismo nos ha inculcado el consumismo como una religión. Según Tim Jackson, el poder evocador del consumismo nos permite encontrar sentido a nuestro lugar en el mundo adoptando una especie de teodicea secular. Según el diccionario de Oxford, la teodicea es “la reivindicación de la providencia divina en vista de la existencia del mal”. En la tesis de Jackson, el consumismo representa la sustitución de una teodicea religiosa por una secular, como una nueva religión.

La religión secular actúa como mecanismo compensatorio del vacío creado por el papel declinante de la religión y la búsqueda de sentido a nuestra existencia en vista del bien, el mal, el sufrimiento, la injusticia y la anomia, siendo esta última la ausencia de normas sociales y éticas en una sociedad. Por lo que Jackson sostiene que los bienes materiales tienen un poder evocador cuyo principal objetivo es ayudar a crear un mundo social y encontrar un lugar creíble en él a través de su posesión, consumo y uso. La ‘generación de las compras’ es instintivamente consciente de que la posición social pende del poder evocador de las cosas. La corriente subyacente es la ansiedad existencial que padecen las sociedades.

“Nuestro fracaso sistemático a la hora de abordar la ansiedad existencial –argumenta– despoja a la sociedad de sentido y nos ciega ante el sufrimiento ajeno; ante la pobreza persistente; ante la extinción de especies; ante la salud de los ecosistemas globales”.

De este modo, el consumismo es el medio de aumentar nuestra autoestima –engañosamente, sostengo– ante un mundo cada vez más hostil que nos hace más conscientes de la muerte. También es una forma de soñar con cosas más elevadas y escapar de nuestra realidad, de encontrar placer en un mundo que percibimos cada vez más carente de esperanza. Además, el consumismo se ha apropiado de la importancia funcional de la teodicea para reivindicar lo divino frente al mal. La gratificación instantánea del consumismo es perversamente seductora –y adictiva–, pues tiene que reforzarse exigiendo más consumo.

De ahí que Jackson argumente que el consumismo parece un ejercicio continuo de negación de nuestra mortalidad y del sufrimiento generalizado en el mundo. Sin embargo, presagia que, dado que el consumismo parece estar profundamente involucrado en el mantenimiento del mundo –lo que él llama el pabellón sagrado de la sociedad capitalista– al disfrazar nuestras ansiedades existenciales, cualquier intento de exhortar a la gente a abandonarlo está abocado al fracaso. Es como pedir a la gente que se arriesgue a una especie de suicidio social. Si dejamos de poseer y consumir, dejaremos de existir. Estos son los grilletes que nos mantienen en la “jaula de hierro del consumismo” de Jackson. Así que permanecemos casi inconscientes.

Despertar nuestra conciencia para movilizarnos

Si exhortar a la gente a abandonar su devoción al consumismo equivale a pedirle que se suicide, que pierda su falaz identidad, entonces debe ser que la catastrófica situación del mundo no tiene remedio precisamente porque se supone que el consumismo aporta esperanza a nuestra existencia, donde la capacidad de consumir desdibuja cualquier visión de ultratumba o distópica, lo opuesto de lo utópico o ideal. No obstante, dado que la mayoría de la población mundial constituye los desposeídos del paradigma mercadocrático y soporta una vida en la que sólo consume una fracción de lo que consume el 10 por ciento más rico, no cabe duda de que existe la esperanza de que podamos despertar su conciencia.

Podemos hacer que se den cuenta de que ellos y las generaciones futuras pueden vivir una vida sostenible y digna si sustituyen su consumismo inoculado y se organizan para construir un nuevo paradigma radicalmente distinto. Para lograrlo, debemos cambiar la percepción de las sociedades en las que vivimos y de las cosas de la vida que nos permiten disfrutar de una existencia digna y feliz en armonía con nuestro planeta. En primer lugar, debemos desmentir la idea de que vivimos en un entorno democrático y, en segundo lugar, debemos refutar los postulados de las sociedades de consumo que dominan el mundo.

Toma de conciencia

Para empezar, la gente debe tomar conciencia de que su percepción de que las llamadas instituciones democráticas de la sociedad gobiernan la mayoría de los países es un engaño. La gente asume que los gobiernos son los responsables de abordar los retos que plantean el cambio climático y otros problemas medioambientales. Pero la mayoría sigue sin ser consciente del contubernio tácito entre los gobiernos y quienes controlan el capitalismo monopolista para proteger la causa subyacente de nuestros problemas planetarios.

Además, consideran estos problemas como un asunto público, en el que los ciudadanos individuales tienen poco que hacer más allá de su demanda implícita de que los gobiernos aporten soluciones concretas. Oyen hablar del cambio climático y de los “nuevos tratos verdes” y lo toman como una prueba de que los gobiernos están trabajando concienzudamente para abordar el problema. Pero, para la gran mayoría, nunca, ni en lo más remoto de su imaginación, han imaginado la necesidad de cambiar sus estilos de vida, el sistema o sus principios culturales de poseer y consumir y lo que se supone que constituye una existencia satisfactoria.

Desde luego, jamás han visto a sus gobiernos cuestionar los principios de las sociedades de consumo del capitalismo.

De este modo, el primer elemento de la narrativa promovida por quienes trabajamos activamente para despertar la conciencia de la gente para que se implique en la cosa pública es desenmascarar el engaño democrático. Necesitamos una narrativa que provoque un pensamiento crítico que explique por qué constituimos sociedades de consumo –y no democráticas– y cómo eso hace que nuestras vidas sean totalmente insostenibles.

Debemos explicar que la causa fundamental de nuestra crisis planetaria es el consumo, impulsado por un sistema que requiere un crecimiento incesante del consumo para mantenerse. Que las emisiones de CO2, la pérdida de biodiversidad, la creciente escasez de agua dulce, la pérdida de nutrientes del suelo, las pandemias, la aparición de nuevas enfermedades transmitidas por los animales y muchos otros problemas medioambientales se deben a nuestro consumo excesivo de los recursos del planeta y de las especies no humanas, transgrediendo nuestros límites planetarios.

Debemos convencer a la gente de que no hay otra alternativa para salvar el hogar de las generaciones venideras, más que eliminar la causa de raíz. Esto significa reducir radicalmente nuestro consumo, lo que sólo puede hacerse cambiando nuestras culturas y estilos de vida por los de una vida frugal pero digna, placentera y verdaderamente sostenible.

Tenemos que decir asertivamente que hay que sustituir el capitalismo, porque la única forma de sustituir nuestro consumismo y salvar nuestro hogar es sustituir el sistema que lo impone, porque es la única forma en que puede sostenerse. El capitalismo no puede existir sin el consumismo y viceversa. De ello se deduce, como han puesto claramente de manifiesto estudios recientes, que debemos centrarnos en las verdaderas necesidades humanas, en lugar de en los deseos inducidos.

1 La paradoja de Jevons se materializa cuando las nuevas tecnologías aumentan la eficiencia y –según una lógica de mercado– incrementan la demanda debido a un repunte de los niveles de consumo.

Álvaro de Regil Castilla
Director ejecutivo de La Alianza Global Jus Semper